En algún lugar de la luna hay una imagen que no deja ninguna
señal. Es cuestión de mirar bien, con
detenimiento.
Este extraño fenómeno de la imagen que no proyecta da cuenta
del cambio de época al que asistimos: las personas estarían mirando el cielo de
nuevo, como detectando sinuosos espacios temporales donde su espíritu se calma
del incendio del mundo, del frenesí de los noticieros, de la pulcritud del
mundo occidental.
Por supuesto que la pantalla está de pie frente a tus ojos,
en todos los otros momentos del día. Para contemplar el cielo y los astros y
sus fenómenos astrológicos tardaríamos lo mismo que en cargar la cuenta de
e-mails en un contexto de, digamos, buena calidad de señal de internet. Si
somos parábola humana o fanáticos de un celular quizás pueda ser
desproporcional la citada analogía.
Sobre estos y tantos otros fenómenos tratan la mayoría de las charlas en el búnker de nuestra Noble Asociación Civil.
Un histórico del grupo dijo el otro día que la música de Los
Beatles le parecía un poco antigua, que sonaba vieja, como puede sonar de viejo
un Joan Manuel Serrat o un Nino Bravo, con sus majestuosas y casi espantosas
orquestaciones, cornos, violines y todo tipo de accesorios que han quedado
obsoletos en la cultura joven conforme a la inmediatez de los avances de la
tecnología. En defensa de Los Beatles dije que ellos también fueron presos de
los avances de la tecnología, y como cualquiera con chiche nuevo juega por
jugar.
Uno que parecía
haberse convencido del argumento que menoscababa el histórico goce de
privilegio de Los Beatles en el snobismo generalizado dijo “Encima hasta había
alfajores con sus caras”.
La verdad de la milanesa no la tiene nadie: Los Beatles
fueron una gran revolución. No se sabe si fue más artística o más mercadotécnica.
De lo único que podemos estar seguros es que la revolución goza de un enorme prestigio entre los snobs. Pudimos adosar dos estrellas más al escudo de la infantería paramilitar de la mentalidad porteña.
De lo único que podemos estar seguros es que la revolución goza de un enorme prestigio entre los snobs. Pudimos adosar dos estrellas más al escudo de la infantería paramilitar de la mentalidad porteña.
El avance de la astrología viene acompañado de este tipo de
cambios: aquellos estamentos sagrados de la era de escorpio serán mirados con
cierta ternura, como parte de una escala de valores vieja, donde lo moderno
supera a lo auténtico y donde los conflictos sociales son exclusivos a los
países en desarrollo.
El tiempo de pagar deudas estaría por llegar a Europa. Ellos
nos enseñaron que lo que no se moderniza se cae del mapa…
Algunos han interpretado mal las cosas y estarían dejando
librado a la responsabilidad de los astros los distintos sucesos que todos los
días les suceden. ¡Con efusividad culpan a la luna y al sol de cierta pelea con
cierto taxista! ¡Incansablemente señalan que aquella discusión nocturna se
debió a la fuerte influencia de la luna en Leo!
¡Temerarios se golpean el pecho y dicen “lo engañé porque
tengo Júpiter retrógrado”!
El Payaso Volador me dijo que la clave de contemplar las
estrellas está en obtener información útil que nos prevenga del estado de la
energía.
Y las cosas que él me
dice, suelen ser ciertas. Como ayer, cuando observó que en Francia todos le
echan la culpa a los negros. O como cuando me dijo que Suar había puesto de
moda a los psicólogos. O aquella vez que señaló que hace más de 10 años que las
grillas de los festivales de rock son iguales.
La vida y la política se entrelazan en un año acalorado
donde el cortoplacismo de la clase media se batirá a duelo: falsos renovadores,
zurdos funcionales a la moral cristiana, periodistas pagos, peronistas
disímiles, militantes de sus vacaciones, todos en una sopa donde la oportunidad
de consolidar el proceso político más longevo de la historia nacional se ofrece
esbelta en los altares de la conciencia. Del otro lado, los tradicionalistas,
que por moralistas o por interesados, preferirán continuar con esta trágica
alternancia que bien parece diseñada por algún mago con el único propósito de
enloquecernos hasta la docilidad y el escepticismo absoluto.
No es sencillo el camino hacia el cambio. Si lo auténtico
recuperase valor entre todos nosotros, apartando a la modernidad del centro, como una
luz que brilla y no ilumina, sino que acompaña y tierniza, tal vez podríamos
separar todos los escalafones espantosos que la influencia del mundo civilizado
nos ha dejado. La paja y el trigo. El
vino y la uva. En un breve fulgor que se
hace pupila al andar.
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